Franz West, (Viena, 16 de febrero de 1947) es un escultor austriaco que reside actualmente en Viena. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Viena con Bruno Gironcoli. Está casado con la artista de Georgia, Tamuna Sirbiladze.

West pasa por ser uno de los artistas más importantes de los surgidos en Austria en los últimos treinta años, es en realidad un creador que dedica su abundante talento a la investigación de formas que se separen lo más posible del arte como propósito y sistema a contemplar y venerar. De alguna manera su propuesta es una nueva regeneración de la de Duchamp empapada de los jugos del “accionismo” vienés, a la vez que desertora de cualquier tipo de espasmo, afectación o necesidad de epatar. West se basa en la misma entidad física de las obras, en su carácter caprichoso y perecedero y, así, éstas pueden entenderse como ramificaciones muy dispares de un mismo tallo, como efusiones dispersas de una misma explosión contenida, severamente intelectual y de apariencia cómica que busca en todo momento que el espectador deje de ser tal y se convierta, no en artista, sino en un ser humano de verdad capaz de vivir al nivel de sus experiencias y su neurosis.

La muestra que ahora puede verse confirma la coherencia de su propósito y la capacidad de su método para dar lugar a un sinfín de experiencias sensoriales a partir de la maquinación plástica. En este caso y a pesar de desarrollarse en el espacio de una galería, el abanico de posibilidades que es la obra de West se despliega con abundancia, y lo hace, por supuesto, como una reunión de naipes sacados de distintas barajas, con la repetición, el choque entre conceptos y la contradicción como atributos significativos y visuales.

Así por ejemplo nos encontramos con un grupo de piezas que para simplificar podríamos llamar “escultóricas” y para entendernos deberíamos describir como tubos arrugados y forrados de algún tipo de papel blanco que se insertan en barras de hierro (como las que se utilizan en los forjados de la construcción) soldadas a su vez a una base rudimentaria. Todo en ellas nos remite a lo asequible, todo es barato y está a medio montar. De hecho, una cámara de vídeo conectada a dos monitores nos invita a circular en torno a las obras, a moverlas e incluso a extraer los “churros” blancos que constituyen la parte superior. Nos invitan a actuar no tanto por el placer sino por la voluntad de hacerlo. Con ellas se nos da la llave de acceso a todo un universo que es tan particular del vienés que lo ha organizado en mitad de esa sala como nuestro. Algo así como un conjunto de derramamientos que se perciben con los sentidos pero se conectan con algo intangible, profunda y elementalmente psicológico que podemos reconocer y asumir como propio.

Tal universo se despliega a la manera de un enorme gusano del desierto en la sala grande de la galería, un universo que parece capaz de mutar a cada paso a la par que haber estado ahí desde siempre. Allí, nos encontramos en una especie de salón de hogar imposible. En el centro, una mesa redonda y coja fabricada con tosco conglomerado pintado de blanco y sus correspondientes sillas ofrecen a los visitantes un lugar donde sentarse. Sobre ellos, una lámpara de pacotilla pintada con pintura plástica (y mal gusto) y sujetada de mala manera podrá iluminarles con sus bombillas, todas de distinto modelo.

La decoración que encontramos en la pared está constituida por dos cuadros de formato tirando a grande. Uno es un collage típico de West a partir de fotocopias y pintura a granel: una ridícula estampa de lo que parece ser ungrupo de amigotes, algunos desnudos y otros en pijama. A su lado, rechina una imagen cruda de Beat Streuli (que colabora aquí con West) que muestra a una de esas personas en las que uno no suele fijarse al caminar por la calle, una mujer normal congelada en un gesto de verdad, que se nos hace agresiva.

En el suelo cinco de sus habituales formas hinchadas y como remendadas, pintadas en vistosos colores, elementos que parecen las migajas caídas, algún desperdicio que tiene que ver con la comida, el sexo y los órganos vitales. Más allá, un conjunto de esos monstruos hechos de papel maché que tanto parece disfrutar en crear West: una especie de “Giacomettis” engordados, o si se prefiere, algo que recuerda a aquellas bolas de papel higiénico mojadas estampadas en las paredes de los servicios del colegio. Remiten suficientemente a lo humano como para ignorarlo

Quizá lo que West ha montado sea algo así como una proyección trastornada del salón de cualquiera de nosotros, una especie de película tridimensional en la que se nos pide entrar con el fin de contribuir a su orden y sentido a la vez que se nos niega hacer nada efectivo, nada que pueda cambiar de verdad lo que allí hay. Al contrario de lo que puede pensarse, a West no le interesa de verdad que juguemos con sus artefactos. No: si los crea y nos los presta lo hace únicamente con el fin de que seamos nosotros los que salgamos en ese patético y deforme reflejo, y formemos parte del objeto de estudio, de la obra y de las motivaciones del artista negado, para que, si somos capaces de aceptarlo, nos elevemos por encima de todo ello y vivamos con la dignidad que merecemos.